domingo, 18 de enero de 2015

EL SUEÑO DE LA MARIPOSA

        Hace tanto tiempo que me contaron esta historia que ya estaba casi olvidada. Mas no siempre se olvidan las cosas que se aprendieron bien, y por eso hoy toca contarla a modo de cuento, para quienes deseen conocerlo:

        En el rincón más escondido del bosque y resguardado de los vientos de otoño, se encontraba perdido y envuelto en una hoja de morera un pequeñísimo huevo de mariposa, tan pequeño como una cabeza de alfiler. Sus hermanos ya habían sufrido su correspondiente metamorfosis en tiempo y forma, pero él, nunca supimos si por pereza o abandono, quedó pegado a esa hojita y todos olvidaron su existencia.
 

       
        Pero quiso la Madre Naturaleza que todo cuanto tuviera vida se manifestara creciendo y desarrollándose hasta lograr el fin para lo que fue creado. Y ¡así ocurrió con el pequeño huevo de mariposa!

        Una cálida mañana de otoño, muy parecida a las que estamos disfrutando ahora, el huevillo de mariposa tuvo un apetito desmesurado para su tamaño y pensó: ¡Pronto encontraré algo para comer! Así comenzó por comerse la hoja en la que se encontraba envuelto. Al caer la tarde ya había dado buena cuenta de ello, y como la noche estaba cayendo, pensó quedarse dormido y esperar a que el sol saliera y le calentara al día siguiente.

        Un pajarillo de los que siempre se quedan a vivir en el bosque, al ver que la pequeña larva se movía sin parar, se acercó con ganas de picotearla, pero la larva, haciendo acopio de toda su valentía, le dijo: ¡Por piedad! no me comas, amigo, yo también tengo mucho apetito y ni por un momento he pensado comerte.

        El pájaro y la larva de mariposa se cayeron bien y mantuvieron una conversación muy interesante. El pájaro le contaba cómo era aquel bosque y las flores que había a pesar de haber comenzado el otoño. Supuso el pájaro que la pequeña larva no viviría si alguien no se ocupaba de ella, y al conocer que lo que comía eran sólamente hojas de morera, se pasó buena parte de la mañana investigando dónde podría encontrar una, hasta que al fin divisó un árbol frondoso, y en su pico fue llevando cuantas hojas pudo de morera, no tanto para que las comiera, sino para que su amiga las devorara.

        Cada día la larva de mariposa crecía y crecía hasta que se transformó en un gusano de tamaño considerable, y por la noche, recordando las conversaciones con el pajarillo, soñaba con encontrar una hermosa rosa de color blanco. El gusano le pidió al pajarito que lo llevara en su pico hasta el pie de un rosal que tuviera rosas blancas y lo dejara allí. El pájaro buscó y buscó aquel rosal, pero no encontró ninguno en el bosque, así que tuvo que volar muy lejos, y contento de haberlo hallado, se sintió feliz.

        Hasta allí llevó el pajarito a su amigo que a estas alturas se había transformado en un gusano tan gordo que tuvo que cambiar varias veces de piel porque “su traje” se le quedaba demasiado estrecho para llevarlo de forma permanente. El gusano, incansable, trepaba y trepaba por el tallo de la rosa, mas, cuando creía estar cerca de ella, se escurría y de nuevo caía al suelo. Cada día se hacía más gordo y pesado y tenía que hacer grandes esfuerzos para conseguir trepar por aquel tallo sin resultado aparente. Cada noche soñaba el gusano con llegar hasta la rosa, y una vez allí captaba el aroma. Con su trompa chupaba el sabroso néctar y se bañaba en las gotas de rocío que le ofrecía la rosa cada mañana. Después, ocupaba todo el tiempo mariposeando de flor en flor, recorriendo sin prisa tan bello lugar. Pero al despertar veía con desilusión que todo había sido un sueño que jamás sería realidad.

        El pajarillo, como buen amigo, no le fallaba, y siempre le llevaba su alimento, aunque a decir verdad, cada vez necesitaba que fuera más abundante. Una mañana, el pájaro de nuestro cuento, al llegar al lugar donde la tarde anterior dejó a su amigo, observó que no estaba allí, y en su lugar había una crisálida cerrada, muy dura y de color blanco. Intentó preguntarle si le había visto, pero la crisálida no respondió.

        El pobre pájaro no sabía dónde podía estar su amigo, el gusano. Sin embargo, cada mañana acudía al lugar por ver si había noticias de él, ¡pero nada!...nadie sabía nada. Ni siquiera la morera que le había regalado sus hojas como alimento sabía darle razón alguna.

        El otoño avanzaba y el frío se hacía notar con fuerza. Entonces el pajarito, cansado de esperar, decidió preparar y acondicionar su nido para soportar el frío, la nieve y las lluvias del invierno que se acercaba a pasos agigantados.

        Mas, una tibia mañana de las pocas que le quedaban al otoño, la crisálida se abrió y dio suelta a lo que había atesorado durante tantos días y, ¡oh, sorpresa! De ella salió una preciosa mariposa que, desplegando sus alas, comenzó a volar para conocer cuanto había a su alrededor. Al momento recordó que había soñado con el rosal de las rosas blancas y... ¡no podía creerlo! Allí estaba la rosa más bonita que jamás soñó, y voló y revoloteó alrededor de ella hasta que la rozó con sus alas una y mil veces besándola. Ya no se acordaba de comer, ni de dormir, ni de nada que no fuera embelesarse con la rosa de sus sueños. La rosa sonreía, porque no era fácil encontrar una mariposa tan bonita en el otoño, tan avanzado.

 
        La mariposa pasó todo el tiempo de su corta vida sintiéndose libre y feliz por haber logrado hacer realidad el único sueño que había tenido por siempre jamás.

        Al atardecer del día siguiente, la mariposa cayó extenuada y sin fuerzas dentro de la corola de su rosa preferida. Todos sabemos lo corta que es la vida de las mariposas, y a la de nuestro cuento le pasó lo propio. Una pareja de gorriones pasaron rozando las ramas de la morera que apenas le quedaban ya hojas en su vestido verde. Volaron por el jardín en donde había sólamente una rosa de color blanco. Mas ellos no vieron que en el cáliz de la rosa blanca y abrigada por sus pétalos yacía inerte el cuerpecillo de una mariposa que intentó vivir su sueño, hasta lograrlo.

Y es que ...nada es inalcanzable si existe voluntad de hierro para conseguir nuestros sueños. Tal como le ocurrió a la mariposa de nuestro cuento.
 
 
 

martes, 3 de junio de 2014

EL SOL Y LA LUNA - CUENTO

EL SOL Y LA LUNA - CUENTO Próximas las vacaciones disponemos de más tiempo para mirar al cielo y ver cosas nuevas que pueden suceder. Este cuento va para los NIÑOS y para quienes sepan ser como niños: Hace muchos, muchos millones de años, cuando el planeta Tierra no existía, y todo se hallaba desordenado, hubo un momento en que El Creador decidió poner en lo más alto del cielo, dos astros bellísimos a los que llamó Sol y Luna. El Sol, era muy importante porque sin él, no existiría la vida en la Tierra y la Luna, sería imprescindible para alumbrar en las oscuras noches cuando el Sol se va al finalizar el día. Y cuándo El Creador terminó su Gran Obra les dio como regalo un toque final: el brillo. El Sol y la Luna, se encontraron pronto por primera vez y estuvieron tan a gusto que decidieron ser muy amigos y pensaron que, después de hacer su trabajo, podrían jugar al escondite, compartir sus cosas y quererse tanto como lo hacemos nosotros, las personas. Pero en la Creación, se dispuso que el Sol iluminara a la Tierra por el día, y la Luna, lo hiciera por la noche. Más, siendo así, había un problema: estarían obligados a no verse y vivir separados al no coincidir su horario de trabajo. Al saber esto, Sol y Luna se pusieron tristes. Había nacido en ellos, una sincera amistad y se dieron cuenta de que nunca se encontrarían, ni podrían estar juntos para ser felices, ¡muy felices! La Luna, quedó angustiada, y a pesar del brillo con que aparecía por las noches, fue volviéndose triste y solitaria. Cada poco tiempo, adelgazaba y adelgazaba y sólo de vez en cuándo se le despertaba el apetito y entonces, comía lo suficiente para ponerse redonda, pero ese apetito solo le duraba siete días, pasando veintiún días más, casi sin probar bocado. El Sol, se había ganado el título de “Astro Rey”, pero eso tampoco le hacía feliz, al no poder disfrutar de su amiga Luna. Sólo cuando ella terminaba el recorrido nocturno y el Sol se levantaba por las mañanas, se veían muy a lo lejos y eso, ¡no les gustaba nada! Más el Creador, les llamó al saber lo que ocurría y les dijo: “No debéis estar tristes, ambos sois muy bellos y además tú Sol, haces brillar a tu amiga Luna. Vuestro trabajo, además de ser muy importante, es a la vez, muy necesario. Puedo deciros, sin equivocarme, que sois los dos astros más admirados de La Tierra. Pero, en fin, voy a seguir pensando y voy a hacer lo posible para que podáis desechar esa tristeza que tanto os aflige”. Y así les dijo: “Tú, Luna, iluminarás las noches frías de invierno y las cálidas noches de verano. Todos, grandes y pequeños te admirarán y además serás la protagonista de hermosas poesías que te dediquen los enamorados”. “Y en cuanto a ti, Sol, además de ser el Astro Rey, serás el más importante de todos. Tu trabajo consistirá en iluminar el día, dando luz, calor y vida a los hombres, animales y plantas. Tu simple presencia, hará felices a todos los que habiten en La Tierra.” A la Luna, no le gustó lo que dijo el Creador. Se entristeció con su destino y lloró mucho. Mas el Sol al verla sufrir pensó que no podía dejar a la Luna llorando, y su preocupación fue tan grande, que decidió hacer de nuevo otra petición especial: “Señor, le dijo, ayuda a la Luna porque es más débil y no puede soportar tanta soledad”. Entonces Dios creó las estrellas para que por la noche, le hicieran compañía y así no se sintiera tan sola. Ellas, le contaban historias que habían sucedido; le daban compañía y le hacían muchos guiños, para ver si podían hacerla sonreír, pero ¡nada!, no lograban sus propósitos. La Luna se escondía y sólo cuando estaba muy triste se iba en busca de las estrellas, que hacían lo imposible por consolarla. A pesar del mucho tiempo que ha pasado, Sol y Luna todavía viven separados. El Sol finge que es feliz, pero la Luna, no puede disimular su tristeza. Cuentan, que la orden que dio el Creador fue que la Luna debería estar siempre llena y luminosa, pero esto, no lo consiguió. La Luna solo aparece llena, cuando es feliz y cuando no, es menguante y cuando es menguante, ni siquiera nos es posible apreciar su brillo. Todavía y a pesar de que ha pasado mucho tiempo, siguen solos su camino. Él, solitario pero fuerte. Ella, acompañada de estrellas, pero débil. Los hombres, decidieron hacer un viaje muy largo para llegar hasta La Luna y poder pisarla. Querían saber si podían conquistarla llenando el suelo de niños para que jugaran, rieran y dieran a la Luna, la felicidad que sólo los niños saben dar, pero la Luna, no les brindó amistad ni cobijo. Se mostró fría e inhóspita y ni siquiera les dedicó ni una mueca, ni una sonrisa. No obsequió a “sus conquistadores”, ni con un poquito de aire para respirar, ni con un vaso de agua para beber, después de hacer un viaje tan largo. Así, quienes llegaron hasta ella, regresaron de nuevo solos y con la sensación de haber perdido su tiempo y su dinero al realizar ese viaje tan largo. Nadie consiguió acercarla hasta la Tierra ni nadie consiguió conquistarla, por más que lo intentaron. Al ver la tristeza que ambos tenían, El Creador decidió que el Sol y la Luna, fueran felices aunque su felicidad solo durara, breves momentos. Pensó que la felicidad, no importa que sea duradera, sino que de vez en cuando exista. Decidió que los dos astros podrían verse y acercarse aunque solo fuera de vez en cuando. Y cuando esto ocurre, todos lo conocemos por el nombre de eclipse. Desde entonces, Sol y Luna, viven esperando ese mágico momento. Esos raros instantes que tanto cuesta que sucedan y que no es otra cosa que el encuentro del Sol y la Luna mirándose frente a frente, sonriendo y haciéndose caricias. Entonces, el Sol, lanza su luz brillante sobre la Luna y la Luna envía su sombra hasta la Tierra, para avisarnos de que ellos se ven, se acercan, son felices y quieren disfrutar de una merecida intimidad. Cuando miréis al cielo y veáis que el Sol y la Luna se acercan y se abrazan, pensad que ha llegado su momento más feliz y quieren disfrutarlo después de mucho tiempo. Es importante saber que el brillo de estos astros es tan grande, aunque sea tan breve, que se aconseja mirarles con un cristal muy oscuro porque nuestros ojos, en ese momento, pueden cegarse con tanta luz y felicidad que desprenden. Los niños, saben desde siempre que en la Tierra, existe el Sol y la Luna, pero ahora también saben que existe el eclipse, aunque esta parte de la historia, quizá no la conocían tal y como hoy os la he contado... ¿a que no? Pero lo más bonito de este cuento, es saber que hay que luchar siempre, hasta conseguir, un poquito de felicidad. ...Y colorín colorado Herminia Esteso

jueves, 8 de mayo de 2014

La Pequeña Nube

Pensando en vosotros, mis queridos niños y niñas, escribí este cuento. De nuevo, había llegado la primavera, y el cielo, andaba demasiado revuelto. El señor Viento, pasaba el día refunfuñando porque se le acumulaba un trabajo excesivo. Cada mañana, al alba, debía despertar para, con árboles y plantas, realizar ejercicios de gimnasia con el fin de que se pusieran fuertes y vigorosas, hasta que llegara de nuevo el invierno. Entonces, volverían a su tradicional periodo de sosiego y descanso. El ardiente Sol, andaba preocupado porque, no sabía donde guardar el abrigo y la bufanda que había utilizado durante el invierno; y las danzarinas nubes... ¡ay, las nubes!, andaban como locas, yendo y viniendo al mar más próximo, para recoger agua suficiente con la que poder regar los campos. Con la nueva estación, todo se había alterado y cada cual intentaba hacer su trabajo, lo mejor que podía. La señorita Primavera, era demasiado exigente y, durante su mandato, quería que todo funcionara de la manera más perfecta. Un buen día, llamó a su despacho a la señora Cúmulo, la nube más grande del cielo, y le dijo: - Es hora de que pongas a funcionar todas las nubes y a pleno rendimiento. Los campos, necesitan ser regados durante mi reinado. De tus riegos dependerán, las buenas o malas cosechas. Los manantiales han de llevar más agua que en ninguna otra época del año y...la atmósfera, has de limpiarla de toda la suciedad que ha acumulado durante tantos meses de polución así que... ¡ya sabes, a trabajar sin descanso! El trabajo bien hecho, será tu mejor recompensa. - No te preocupes, mi señora - dijo la enorme nube - ya sabes que siempre has confiado en mí y mi trabajo lo suelo realizar de forma rápida y eficaz. La señora Cúmulo reunió muy pronto a todas las nubes junto al mar para decirles: - Señoritas, se ha terminado nuestra paz y sosiego. Ha llegado para nosotras, el tiempo de mayor trabajo, así pues, ¡nada de holgazanear y a darse prisa! Cada una habrá de cumplir su trabajo a la perfección. - ¿Sabéis lo que quiere decir la palabra perfección?... Pues entonces, ¡andando y no se hable más! Todas las nubes se pusieron en movimiento y en un constante ir y venir se llenaban y vaciaban de gotitas de agua, consiguiendo que la tierra y los campos, estuvieran jugosos y mulliditos. Los manantiales y arroyos, no cesaban de entonar cancioncillas que alegraban el ánimo de quienes por allí pasaban, y además ofrecían sus aguas puras y cristalinas al viajero que con calor y sofoco, acertaba a pararse junto a ellos. La señora Cúmulo se pasaba el día sudorosa y sofocada y apenas tenía tiempo de vigilar lo que hacían sus compañeras aunque sabía que todas, la obedecerían al punto. Y así fue, ¡todas la obedecieron!, bueno...la obedecieron todas, menos una nubecilla revoltosa llamada Blanca. Blanca, era la nube más pequeñita. Tan pequeña era su carga que muy poco podía hacer. Su mamá siempre andaba animándola para que hiciera bien su trabajo. No importaba la cantidad de gotitas de agua que pudiera transportar. Lo verdaderamente importante era, que el trabajo lo realizase de forma impecable: - Primero ha de hacerse bien lo pequeño, para después hacer bien lo grande - le repetía sin cesar su sabia madre. Pero a Blanca, sólo le interesaba jugar y hacía oídos sordos a lo que le decían en casa. Al atardecer de un fatigoso día, la señora Cúmulo, volvió a reunir a todas las nubes para decirles que a la mañana siguiente deberían cambiar de lugar porque la señora Sequía, quería apoderarse de los campos y cosechas. Ella, era mala y envidiosa y no podía soportar la felicidad de los demás. Por eso, las nubes, deberían cambiar su lugar de actuación ya que ellas, serían las únicas capaces de derrotar a tan cruel enemigo. A la mañana siguiente madrugarían más que de costumbre porque tenían que trabajar mucho. Todas se enteraron menos Blanca que, como siempre, andaba metiendo las narices en otros lugares. Todas se fueron a dormir pronto con el fin de descansar y coger fuerzas para el día siguiente. Pero Blanca, ni se enteró de lo que ocurría y cuando salió la Luna, se fue a dar un paseo con ella. La Luna extrañada de que anduviera sola en la oscuridad de la noche le preguntó: - Dime pequeña, ¿qué haces tú solita tan tarde y a estas horas? Y la nube, que no quería recibir órdenes de nadie contestó: . - ¡Pues ya ves!..., aprovechando que no hace frío y que las noches de Primavera son preciosas para dar un paseo. - Supongo que tu madre estará enterada de que andas por aquí sola, ¿no? - Pues sí, ¡sí que lo sabe!, dijo Blanca con toda la tranquilidad del mundo, aún a sabiendas de que mentía. - Entonces, ¿me quieres acompañar esta noche? – le preguntó la Luna. - Es lo que más deseo, además, seguro que sabes muchas historias y me encantará oírtelas contar. ¿Querrás contarme algunas? - No tengo inconveniente, pero ya sabes que las historias a veces son largas y se puede hacer tarde para regresar a casa. - No te preocupes – insistió Blanca – te aseguro que no tengo sueño y a mi madre no le importa que regrese tarde. Confiada la Luna por cuanto le decía Blanca, comenzó a contarle historias maravillosas que solo ella sabía porque, por la noche, no hay con quien compartir ratos de compañía y conversación. La Luna, comenzó a contar a Blanca, como muchas estrellas se peleaban con frecuencia porque querían ser las más brillantes del firmamento, y como a muchos animales, se les veía corretear por la noche, entre los bosques. De como las lechuzas, pasaban por las torres de las iglesias a beber el aceite de las lámparas que encontraban a su paso...en fin, que la pequeña nube no salía de su asombro por todo cuánto estaba oyendo. Al fin, la Luna dijo: - Oye pequeña, estoy a punto de terminar el recorrido nocturno y para mí, es hora de descansar, ¿seguro que no te andarán buscando a estas horas? - ¡No te preocupes!, nadie me buscará. Además como ya soy casi mayor, mi madre me deja que regrese tarde a casa. Era una pena. La nube más pequeña, estaba empezando a mentir y al fin, la nube y la Luna, se despidieron, deseándose unas felices madrugadas. Al despuntar el día, todas las nubes se dispusieron para comenzar su trabajo. La noche de descanso les había servido para coger fuerzas y, estaban en plena forma. De forma diligente, emprendieron su viaje hacia otro lugar nuevo y lejano. Se marcharon todas menos Blanca, pues aunque su madre la llamó de forma insistente, ella, no terminaba de despertarse ni de saber las novedades que había para ese día. Las nubes se marcharon y Blanca, se quedó acunada y dormida por la suave brisa de la mañana. Cuando despertó se vio sola. Llamó a su madre, a sus amigas y a las otras nubes, que también eran compañeras suyas. Pero nadie le contestó, ni la escuchó y fue entonces cuando comprendió que estaba tremendamente sola. Comenzó a llorar, pero pronto tuvo que dejar de hacerlo porque poco a poco se iba quedando mucho más flaca y pequeña, al derramar tantas lágrimas. Desorientada, se fue moviendo a merced del Viento que aquella mañana no tenía ganas de conversación y la llevaba de un sitio a otro dando bandazos, y sin contemplaciones. Blanca, comenzó a llorar. No sabía qué hacer para regresar de nuevo junto a los suyos. Más de pronto, el Viento, le dio un bandazo con tal fuerza que, ¡la envió lejos… muy lejos! La pobre, esta vez tuvo que viajar solita por esos cielos de Dios. Andaba Blanca, perdida totalmente, cuando vio pasar de nuevo, al señor Viento, con un enfado terrible: - ¿Dónde va, señor Viento, con tanta prisa? – preguntó con timidez la pequeña nube. - Pequeña, me estás cansando con tus impertinencias, dí lo que quieres de una vez porque tengo una prisa loca por hacer mi trabajo. El Viento, que seguía sin tener ganas de complacer a nadie. - ¿Podrás acompañarme a ver si encuentro a mi mamá y a mis hermanas?, estoy perdida y tengo mucho miedo – dijo Blanca casi en un susurro. - Pero, ¿qué dices?, ahora voy a África, allí existen montañas y árboles increíbles, por su belleza y estatura. Tengo mucho trabajo y no puedo dedicarte ni un momento. Lo que puedo hacer, es dejar que seas tú quien me acompañe. Yo, he de ir a lo mío, pequeña señorita. Blanca, antes de quedarse sola, prefirió marcharse con el Viento. Pero era tal la velocidad que llevaba, que la nube tuvo que quedarse atrás porque no podía seguirle. - ¡Espere, señor Viento, espéreme...no puedo seguirle y no me conozco el camino! Me perderé y moriré de sed cuando atravesemos el desierto. Mi mamá, siempre me dijo que el desierto no era lugar para una nube tan pequeña como yo. Espere, por favor... ¡espéreme! - No puedo, me es imposible – rugió el Viento - no puedo perder ni un segundo. Lo siento pequeña, pero no puedo hacer nada por ti. La pobre nube quedó sola, perdida y abandonada de todos. Como pudo, fue desplazándose por el cielo sin más consuelo que el de volver a encontrarse con los suyos. Y así fueron sucediendo los días, uno tras otro. Blanca, iba perdiendo fuerzas y bajando de altitud hasta que al fin se encontró, cerca de unas doradas arenas. Eran las dunas, que acababan de formarse en el desierto, gracias a la fuerza y velocidad del viento. Blanca, al ver una pequeña duna, le preguntó: - Buenos días, ¿como se vive por ahí abajo? - Pues no se vive mal del todo – le contestó Duna – tengo la compañía de mis hermanas, las otras dunas, y de las caravanas que de vez en cuando pasan por estos lugares, pero estamos demasiado ardientes porque los hombres del desierto, el sol y el viento, nos castigan mucho. El viento nos zarandea y nos maltrata, y el sol nos envía sus ardientes rayos. ¡Por aquí no hay quien viva! - Y por ahí arriba, ¿qué tal se vive?, siguió preguntándole Duna - Pues yo, ahora, vivo mal. He perdido a mi familia y no tengo idea de dónde puede estar. ¿No la habrá visto pasar por aquí, verdad? - Por aquí no vinieron, pero verás como todo se arregla. Mi vida es muy corta, porque en cuanto el señor Viento regrese yo desapareceré. Pero no temas que mientras esté a tu lado, te protegeré y no dejaré que te ocurra nada malo. La nube, empezó a sentir afecto por la tranquilidad que le supo transmitir su amiga, y comenzó a encariñarse con ella, puesto que tenía necesidad de sentirse querida. La nubecilla, en un momento de gratitud, le preguntó a Duna: - Dime amiga, ¿qué podría yo hacer por ti? - No lo se, contestó Duna, yo creo que son suficientes tus buenos deseos. En cierta ocasión oí decir a una vieja amiga, que nuestras tierras son ricas y fértiles. Después de la lluvia, quedamos preciosas, cubiertas de hierbas, flores árboles y plantas. Pero eso nunca lo sabré porque aquí en el desierto, nunca llueve. - Oye, si quieres, puedo intentar cubrirte de lluvia. Ya sé que puedo hacer poco porque soy pequeña, pero a lo mejor mi lluvia te refrescaría y daría vida a cuanto encierras en tu arena. ¿Probamos? Te aseguro que si mi lluvia puede alargar la vida de una amiga, será para mí como una gran recompensa por tus favores. Duna, quedó pensativa. No le gustaba morir, cuando llegase el Viento, pero si le decía a su amiga que se deshiciera en lluvia, la pequeña nube terminaría muriendo, y tampoco eso podía consentirlo. A punto estaba de decirle a Blanca que no quería su lluvia, cuando se oyó a lo lejos, un ruido ensordecedor. Prestaron atención y vieron llegar un tropel de nubes, grandes, gordas y cargadas de millones de gotitas de agua que, alocadas, habían organizado una tremenda zapatiesta al darse cuenta de que Blanca, había desaparecido. Tenían noticias de que el señor Viento, regresaría pronto del desierto y suponiendo que Blanca se encontrara entre las dunas, dejaría a la pobre nube, más muerta que viva. Pronto la nubecilla empezó a agitarse bajando y subiendo por el cielo llamando la atención de su mamá y de aquel tropel de nubes. La señora Cúmulo, fue la primera en darse cuenta y sin pensarlo dos veces salieron volando al encuentro de la nube perdida. Cuando llegaron, Blanca, les contó lo bien que se había portado Duna con ella, dándole consuelo, amparo y cariño. Las nubes, agradecidas, hicieron por Duna lo que tanto había deseado siempre. Empezaron a llover sobre ella, pequeñas gotitas de agua. Después, fueron aumentando en intensidad y tamaño hasta conseguir que se empapara del agua que necesitaba para calmar su ardiente sed, hasta el punto de que, el señor Arco Iris, que no solía frecuentar aquellos lugares, hizo su aparición como señal de paz y amistad. Al día siguiente, la pequeña Duna, estaba cubierta de flores. Y otras nubes que pasaban hacia África, pensaron que allí se encontraba la parte de bosque que andaban buscando. Pasó algún tiempo y aquella Duna reseca, se había transformado en un bellísimo oasis que refrescaba con la sombra de sus árboles a cuantos viajeros pasaban, en interminables caravanas de mercaderes. Y todo porque un día Blanca, se perdió, y en medio de su desolación encontró a quién supo ayudarle, dándole lo mejor que tenía: cobijo, amistad, comprensión y cariño. Y como todos los cuentos terminan, también este terminó diciendo aquello de... “Y colorín, colorado, ¡el cuento se ha terminado!”... Herminia

EL SOL Y LA LUNA

Próximas las vacaciones disponemos de más tiempo para mirar al cielo y ver cosas nuevas que pueden suceder. Este cuento va para los NIÑOS y para quienes sepan ser como niños: Hace muchos, muchos millones de años, cuando el planeta Tierra no existía, y todo se hallaba desordenado, hubo un momento en que El Creador decidió poner en lo más alto del cielo, dos astros bellísimos a los que llamó Sol y Luna. El Sol, era muy importante porque sin él, no existiría la vida en la Tierra y la Luna, sería imprescindible para alumbrar en las oscuras noches cuando el Sol se va al finalizar el día. Y cuándo El Creador terminó su Gran Obra les dio como regalo un toque final: el brillo. El Sol y la Luna, se encontraron pronto por primera vez y estuvieron tan a gusto que decidieron ser muy amigos y pensaron que, después de hacer su trabajo, podrían jugar al escondite, compartir sus cosas y quererse tanto como lo hacemos nosotros, las personas. Pero en la Creación, se dispuso que el Sol iluminara a la Tierra por el día, y la Luna, lo hiciera por la noche. Más, siendo así, había un problema: estarían obligados a no verse y vivir separados al no coincidir su horario de trabajo. Al saber esto, Sol y Luna se pusieron tristes. Había nacido en ellos, una sincera amistad y se dieron cuenta de que nunca se encontrarían, ni podrían estar juntos para ser felices, ¡muy felices! La Luna, quedó angustiada, y a pesar del brillo con que aparecía por las noches, fue volviéndose triste y solitaria. Cada poco tiempo, adelgazaba y adelgazaba y sólo de vez en cuándo se le despertaba el apetito y entonces, comía lo suficiente para ponerse redonda, pero ese apetito solo le duraba siete días, pasando veintiún días más, casi sin probar bocado. El Sol, se había ganado el título de “Astro Rey”, pero eso tampoco le hacía feliz, al no poder disfrutar de su amiga Luna. Sólo cuando ella terminaba el recorrido nocturno y el Sol se levantaba por las mañanas, se veían muy a lo lejos y eso, ¡no les gustaba nada! Más el Creador, les llamó al saber lo que ocurría y les dijo: “No debéis estar tristes, ambos sois muy bellos y además tú Sol, haces brillar a tu amiga Luna. Vuestro trabajo, además de ser muy importante, es a la vez, muy necesario. Puedo deciros, sin equivocarme, que sois los dos astros más admirados de La Tierra. Pero, en fin, voy a seguir pensando y voy a hacer lo posible para que podáis desechar esa tristeza que tanto os aflige”. Y así les dijo: “Tú, Luna, iluminarás las noches frías de invierno y las cálidas noches de verano. Todos, grandes y pequeños te admirarán y además serás la protagonista de hermosas poesías que te dediquen los enamorados”. “Y en cuanto a ti, Sol, además de ser el Astro Rey, serás el más importante de todos. Tu trabajo consistirá en iluminar el día, dando luz, calor y vida a los hombres, animales y plantas. Tu simple presencia, hará felices a todos los que habiten en La Tierra.” A la Luna, no le gustó lo que dijo el Creador. Se entristeció con su destino y lloró mucho. Mas el Sol al verla sufrir pensó que no podía dejar a la Luna llorando, y su preocupación fue tan grande, que decidió hacer de nuevo otra petición especial: “Señor, le dijo, ayuda a la Luna porque es más débil y no puede soportar tanta soledad”. Entonces Dios creó las estrellas para que por la noche, le hicieran compañía y así no se sintiera tan sola. Ellas, le contaban historias que habían sucedido; le daban compañía y le hacían muchos guiños, para ver si podían hacerla sonreír, pero ¡nada!, no lograban sus propósitos. La Luna se escondía y sólo cuando estaba muy triste se iba en busca de las estrellas, que hacían lo imposible por consolarla. A pesar del mucho tiempo que ha pasado, Sol y Luna todavía viven separados. El Sol finge que es feliz, pero la Luna, no puede disimular su tristeza. Cuentan, que la orden que dio el Creador fue que la Luna debería estar siempre llena y luminosa, pero esto, no lo consiguió. La Luna solo aparece llena, cuando es feliz y cuando no, es menguante y cuando es menguante, ni siquiera nos es posible apreciar su brillo. Todavía y a pesar de que ha pasado mucho tiempo, siguen solos su camino. Él, solitario pero fuerte. Ella, acompañada de estrellas, pero débil. Los hombres, decidieron hacer un viaje muy largo para llegar hasta La Luna y poder pisarla. Querían saber si podían conquistarla llenando el suelo de niños para que jugaran, rieran y dieran a la Luna, la felicidad que sólo los niños saben dar, pero la Luna, no les brindó amistad ni cobijo. Se mostró fría e inhóspita y ni siquiera les dedicó ni una mueca, ni una sonrisa. No obsequió a “sus conquistadores”, ni con un poquito de aire para respirar, ni con un vaso de agua para beber, después de que hicieron un viaje tan largo. Así, quienes llegaron hasta ella, regresaron de nuevo solos y con la sensación de haber perdido su tiempo y su dinero para realizar un viaje tan largo. Nadie consiguió acercarla hasta la Tierra ni nadie consiguió conquistarla, por más que lo intentaron. Al ver la tristeza que ambos tenían desde el principio de los tiempos, El Creador decidió que el Sol y la Luna, fueran felices aunque su felicidad solo durara, breves momentos. Pensó que la felicidad, no importa que sea duradera, sino que de vez en cuando exista. Decidió que los dos astros podrían verse y acercarse aunque solo fuera de vez en cuando. Y cuando esto ocurre, todos lo conocemos por el nombre de eclipse. Desde entonces, Sol y Luna, viven esperando ese mágico momento. Esos raros instantes que tanto cuesta que sucedan y que no es otra cosa que el encuentro del Sol y la Luna mirándose frente a frente, sonriendo y haciéndose caricias. Entonces, el Sol, lanza su luz brillante sobre la Luna y la Luna envía su sombra hasta la Tierra, para avisarnos de que ellos se ven, se acercan y son felices disfrutando de una merecida intimidad. Cuando miréis al cielo y veáis que el Sol y la Luna se acercan y se abrazan, pensad que ha llegado su momento más feliz para poder disfrutarlo después de mucho tiempo. Es importante saber que el brillo de estos astros es tan grande, aunque sea tan breve, que se aconseja mirarles con un cristal muy oscuro porque, nuestros ojos en ese momento, pueden cegarse de tanta luz y felicidad como desprenden. Los niños, saben desde siempre que en la Tierra, existe el Sol y la Luna, pero ahora también saben que existe el eclipse, aunque esta parte de la historia, quizá no la conocían tal y como hoy os la he contado... ¿a que no? Pero lo más bonito de este cuento, es saber que hay que luchar siempre, hasta conseguir, un poquito de felicidad. ...Y colorín colorado Herminia Esteso

sábado, 12 de abril de 2014

El Abuelo y los Vencejos

Cada año, a finales de Abril, ocurren cosas que suceden cuando el cielo se baña en un color azul purísimo aunque la atmósfera ande revuelta y en pelea con nubes, sol, viento y lluvia que se dan codazos para seguir imponiéndose y así, alargar su reinado aunque sólo sea por unas horas, por un día e incluso por alguna semana más. Hay que estar alerta y observar cuanto ocurre en los cambios de estación: Ver el regreso de las aves que partieron al finalizar el verano. Ver los días que se alargan. El calorcillo que llega y con él, recordar aquella cancioncilla de nuestra infancia: “La primavera ha venido // Nadie sabe como ha sido // La primavera llegó // Y el mundo ya despertó”. Ahora contaré algo que ocurrió en una lejana primavera: Como cada año y al llegar este tiempo, el abuelo se sentó debajo de la parra. Sus abundantes hojas verdes, comenzaban a dar buena sombra y al igual que en años anteriores, el abuelo ocupaba el mismo sillón y leía en el mismo sitio, las mismas cosas de siempre. Casi sin darse cuenta, comentó en voz alta como para sí mismo: - Este año… ¡han venido más vencejos que nunca, mira como chillan y se agrupan todos en un mismo vuelo! El nieto se entretenía jugando junto al abuelo, y dejando por un momento su ocupación le preguntó: - ¿Qué son los vencejos, abuelo? El abuelo, se quitó las gafas, cerró el periódico y mirando fijamente a su nieto, le dijo: - De forma que… ¿tú no sabes quienes son los vencejos? Y el nieto sorprendido le contestó: - ¡Pues, no! - Mira chico, de estos pájaros sé desde que era un niño, casi con la misma edad que tú. Cuando apuntaba la primavera y los días eran generosos en luz y calor, siempre aparecían los vencejos, surcando el cielo luminoso. Los chicos de la escuela siempre íbamos detrás de ellos, por si en un descuido, podíamos coger alguno. Ya sabes, nos divertían sus chillidos estridentes y ese vuelo rápido y veloz que les acompaña. A veces, como tienen las patas muy torpes y las alas muy largas, si tocaban la tierra ya no podían remontar el vuelo y entonces era el momento propicio para cogerlos. Debíamos estar alerta a sus picotazos y a las garrapatas que siempre llevan aprisionadas en cualquier parte de su cuerpo. El nieto, perdió el interés por cuanto le contaba el abuelo y como en tantas ocasiones, siguió jugando. El abuelo, sin dejar de observar a su nieto, reclinó la cabeza en su butaca, cerró los ojos y recordó las cosas de cuando él era niño: Le vino a la memoria, el momento en el cual, su madre, preparaba la merienda a toda “la prole”: sopa en vino con azúcar, que daba fuerza a la sangre y era gustosa al paladar, o aquel “cantero” de pan, con aceite recio del molino, espolvoreado con sal o azúcar, también al gusto. Para los domingos pan con chocolate de Villajoyosa, con o sin almendras, dependiendo del surtido del tendero o de la economía familiar del momento. Sonrió, cuando iba rememorando las escenas de los chicos jugando en la plaza del pueblo “a los aviones”. Ellos, extendiendo los brazos de forma rígida, chillando y corriendo a toda velocidad, imitaban a los vencejos. De paso recordó cuando las paredes encaladas de las casas, y las ropas blancas tendidas al sol, aparecían manchadas por aquellos pájaros, mientras su madre enfadada decía: - ¡Qué asco de vencejos y que guarros son!... Sin embargo al abuelo, le gustaban los vencejos. Le presagiaban que la primavera había llegado y que el verano con sus días largos y calurosos, ya estaba cerca. Durante ese tiempo y por las mañanas, desde el patio de su casa, se olía a mies recién cortada y en los atardeceres, la sombra de la parra daba frescor mientras corría una leve brisa que todos anhelaban y agradecían. El abuelo, abrió los ojos y miró la parra. La parra que había deseado poner en el patio desde hacía muchos años y que hasta hacía poco, no le había llegado la hora. Las uvas, por primavera “ciernen”, y el abuelo volvió a comentar en voz alta: - Dentro de un par de años, con las uvas moscateles de esta parra, pienso hacer una buena tinajilla de vino “para el gasto”. - ¿Y tú sabes hacer vino, abuelo? – preguntó el nieto extrañado. - ¡Ya lo creo! – contestó satisfecho. Mi padre siempre lo hacía en casa y cuando llegaba la Navidad, mi madre siempre preparaba los dulces y mi padre el vinillo. De esa forma, compartíamos con los vecinos aquello que teníamos de extraordinario y, celebrábamos esas fiestas entrañables... ¡tan ricamente! Una pareja de vencejos, entre dos luces, pasaron rozando, las paredes del patio. - Mira abuelo, ¡casi se la pegan!, comentó el niño. - No lo creas – dijo de forma contundente -. A estas horas, los vencejos, buscan acomodo para poder dormir durante la noche. Ellos casi siempre hacen sus nidos en los huecos o en las grietas de los viejos muros donde a veces, y con el fin de adueñarse de ellos, expulsan a los indefensos gorriones, los cuales, volverán a recuperar sus nidos una vez que los vencejos se hayan marchado. - Tú sabes mucho de vencejos, ¿verdad abuelo? – volvió a preguntar el niño, quien dejando de jugar agachado en el suelo, apoyaba para entonces los codos, en las rodillas del abuelo. - Sí, hijo mío, te dije antes que estos pájaros me recordaban mi niñez. Entonces yo me sentía feliz, muy feliz. Me gustaba jugar y divertirme como lo hacéis los chicos a esos años y además siempre me sentía amparado y protegido por el cariño de mis padres. - ¿Y ahora eres feliz, abuelo? – preguntó inquisitorio el muchacho. - Sí que lo soy, pero siento como mi vida se va apagando poco a poco, y algún día cuando regresen los vencejos, ya no estaré aquí para verlos. Espero sin embargo, que recuerdes todo lo que hemos hablado en esta tarde. Esa será la única manera de estar presente cuando yo no esté y ellos vuelvan. - Mira abuelo – dijo el niño levantando mucho la voz – esos vencejos que vuelan tan alto, no tienen las alas negras, sino de color naranja. El abuelo sonriendo contestó: - Claro, hijo mío, eso es porque el sol ya está muy bajo, está declinando y muy pronto se ocultará. También a mí edad, me ocurre algo parecido como al sol de la tarde. Los vencejos suben tan alto porque están buscando insectos, su comida preferida, y la encuentran allá donde el aire es más cálido. Entonces, es cuando el sol aprovecha para iluminar sus alas y por eso parece que sean doradas ¿Lo entiendes ahora, pequeño? - Abuelo – dijo el chico con entusiasmo - ¿sabes que me gusta mucho todo lo que me has contado sobre estos pájaros que tanto te gustan? Ahora, se lo contaré a mis amigos, pero cuando sea mayor, te prometo que se lo contaré a mis hijos, a mis nietos y ¡a todos!, porque es muy bonito. El pequeño, se puso en pie y abrazó al abuelo, depositando un sonoro beso en su mejilla a la vez que le preguntaba: - Oye, abuelo, ¿quedará para entonces vino moscatel en la tinajilla para que yo también pueda compartirlo con mis vecinos? Y el abuelo, con una sonrisa de complacencia le dijo: - Vino no lo se, pero si cuidas esta parra, seguro que te seguirá dando abundantes uvas moscateles, cada vez que llegue el otoño. Con ellas podrás hacer un excelente vino dulce para toda la familia y, también para tus amigos. Se hizo de noche. Los vencejos, dejaron sus altas rondas bajo las nubes blancas. Y de igual manera, seguían piando de forma estridente hasta encontrar la oquedad o la grieta apropiada en los viejos muros y tejados. Las crías, emitían un rápido gorjeo, en el nido de dormida y acomodo. Oquedades, que servirían a los vencejos para encontrar el amor y el sueño en la primavera recién estrenada. Al año siguiente, le sucedió otra nueva primavera.... La parra, estallaba de verdor, sombra y frescura en el patio del abuelo. El sillón seguía estando bajo la parra, y el nieto jugaba de la misma forma y en el mismo sitio que lo había hecho en la primavera anterior. Mas, el abuelo, había marchado y ya no estaba. El niño, seguía jugando ajeno a lo que le rodeaba. Para él, el tiempo, no contaba lo mismo que para los mayores. Él, solo tenía conciencia de lo que estaba haciendo en ese momento, como si fuera una continuación de lo que había sucedido un año atrás. Por eso, el niño, levantando la mirada al cielo, siguió el rápido vuelo de los vencejos recién llegados y con la ingenuidad propia de los niños comentó en voz alta: - Abuelo, ¿te das cuenta?, este año han venido más vencejos que nunca. Se lo contaré a mis amigos y además, también le contaré todo cuanto tú, me has contado sobre los vencejos porque, estoy seguro de que ellos… ¡sí que no saben nada!, y es porque ellos no tienen un abuelo que sepa tantas cosas de vencejos como tú. Y, el abuelo, desde su paseo por el cielo sonrió. Herminia Esteso Carnicero