jueves, 8 de mayo de 2014

La Pequeña Nube

Pensando en vosotros, mis queridos niños y niñas, escribí este cuento. De nuevo, había llegado la primavera, y el cielo, andaba demasiado revuelto. El señor Viento, pasaba el día refunfuñando porque se le acumulaba un trabajo excesivo. Cada mañana, al alba, debía despertar para, con árboles y plantas, realizar ejercicios de gimnasia con el fin de que se pusieran fuertes y vigorosas, hasta que llegara de nuevo el invierno. Entonces, volverían a su tradicional periodo de sosiego y descanso. El ardiente Sol, andaba preocupado porque, no sabía donde guardar el abrigo y la bufanda que había utilizado durante el invierno; y las danzarinas nubes... ¡ay, las nubes!, andaban como locas, yendo y viniendo al mar más próximo, para recoger agua suficiente con la que poder regar los campos. Con la nueva estación, todo se había alterado y cada cual intentaba hacer su trabajo, lo mejor que podía. La señorita Primavera, era demasiado exigente y, durante su mandato, quería que todo funcionara de la manera más perfecta. Un buen día, llamó a su despacho a la señora Cúmulo, la nube más grande del cielo, y le dijo: - Es hora de que pongas a funcionar todas las nubes y a pleno rendimiento. Los campos, necesitan ser regados durante mi reinado. De tus riegos dependerán, las buenas o malas cosechas. Los manantiales han de llevar más agua que en ninguna otra época del año y...la atmósfera, has de limpiarla de toda la suciedad que ha acumulado durante tantos meses de polución así que... ¡ya sabes, a trabajar sin descanso! El trabajo bien hecho, será tu mejor recompensa. - No te preocupes, mi señora - dijo la enorme nube - ya sabes que siempre has confiado en mí y mi trabajo lo suelo realizar de forma rápida y eficaz. La señora Cúmulo reunió muy pronto a todas las nubes junto al mar para decirles: - Señoritas, se ha terminado nuestra paz y sosiego. Ha llegado para nosotras, el tiempo de mayor trabajo, así pues, ¡nada de holgazanear y a darse prisa! Cada una habrá de cumplir su trabajo a la perfección. - ¿Sabéis lo que quiere decir la palabra perfección?... Pues entonces, ¡andando y no se hable más! Todas las nubes se pusieron en movimiento y en un constante ir y venir se llenaban y vaciaban de gotitas de agua, consiguiendo que la tierra y los campos, estuvieran jugosos y mulliditos. Los manantiales y arroyos, no cesaban de entonar cancioncillas que alegraban el ánimo de quienes por allí pasaban, y además ofrecían sus aguas puras y cristalinas al viajero que con calor y sofoco, acertaba a pararse junto a ellos. La señora Cúmulo se pasaba el día sudorosa y sofocada y apenas tenía tiempo de vigilar lo que hacían sus compañeras aunque sabía que todas, la obedecerían al punto. Y así fue, ¡todas la obedecieron!, bueno...la obedecieron todas, menos una nubecilla revoltosa llamada Blanca. Blanca, era la nube más pequeñita. Tan pequeña era su carga que muy poco podía hacer. Su mamá siempre andaba animándola para que hiciera bien su trabajo. No importaba la cantidad de gotitas de agua que pudiera transportar. Lo verdaderamente importante era, que el trabajo lo realizase de forma impecable: - Primero ha de hacerse bien lo pequeño, para después hacer bien lo grande - le repetía sin cesar su sabia madre. Pero a Blanca, sólo le interesaba jugar y hacía oídos sordos a lo que le decían en casa. Al atardecer de un fatigoso día, la señora Cúmulo, volvió a reunir a todas las nubes para decirles que a la mañana siguiente deberían cambiar de lugar porque la señora Sequía, quería apoderarse de los campos y cosechas. Ella, era mala y envidiosa y no podía soportar la felicidad de los demás. Por eso, las nubes, deberían cambiar su lugar de actuación ya que ellas, serían las únicas capaces de derrotar a tan cruel enemigo. A la mañana siguiente madrugarían más que de costumbre porque tenían que trabajar mucho. Todas se enteraron menos Blanca que, como siempre, andaba metiendo las narices en otros lugares. Todas se fueron a dormir pronto con el fin de descansar y coger fuerzas para el día siguiente. Pero Blanca, ni se enteró de lo que ocurría y cuando salió la Luna, se fue a dar un paseo con ella. La Luna extrañada de que anduviera sola en la oscuridad de la noche le preguntó: - Dime pequeña, ¿qué haces tú solita tan tarde y a estas horas? Y la nube, que no quería recibir órdenes de nadie contestó: . - ¡Pues ya ves!..., aprovechando que no hace frío y que las noches de Primavera son preciosas para dar un paseo. - Supongo que tu madre estará enterada de que andas por aquí sola, ¿no? - Pues sí, ¡sí que lo sabe!, dijo Blanca con toda la tranquilidad del mundo, aún a sabiendas de que mentía. - Entonces, ¿me quieres acompañar esta noche? – le preguntó la Luna. - Es lo que más deseo, además, seguro que sabes muchas historias y me encantará oírtelas contar. ¿Querrás contarme algunas? - No tengo inconveniente, pero ya sabes que las historias a veces son largas y se puede hacer tarde para regresar a casa. - No te preocupes – insistió Blanca – te aseguro que no tengo sueño y a mi madre no le importa que regrese tarde. Confiada la Luna por cuanto le decía Blanca, comenzó a contarle historias maravillosas que solo ella sabía porque, por la noche, no hay con quien compartir ratos de compañía y conversación. La Luna, comenzó a contar a Blanca, como muchas estrellas se peleaban con frecuencia porque querían ser las más brillantes del firmamento, y como a muchos animales, se les veía corretear por la noche, entre los bosques. De como las lechuzas, pasaban por las torres de las iglesias a beber el aceite de las lámparas que encontraban a su paso...en fin, que la pequeña nube no salía de su asombro por todo cuánto estaba oyendo. Al fin, la Luna dijo: - Oye pequeña, estoy a punto de terminar el recorrido nocturno y para mí, es hora de descansar, ¿seguro que no te andarán buscando a estas horas? - ¡No te preocupes!, nadie me buscará. Además como ya soy casi mayor, mi madre me deja que regrese tarde a casa. Era una pena. La nube más pequeña, estaba empezando a mentir y al fin, la nube y la Luna, se despidieron, deseándose unas felices madrugadas. Al despuntar el día, todas las nubes se dispusieron para comenzar su trabajo. La noche de descanso les había servido para coger fuerzas y, estaban en plena forma. De forma diligente, emprendieron su viaje hacia otro lugar nuevo y lejano. Se marcharon todas menos Blanca, pues aunque su madre la llamó de forma insistente, ella, no terminaba de despertarse ni de saber las novedades que había para ese día. Las nubes se marcharon y Blanca, se quedó acunada y dormida por la suave brisa de la mañana. Cuando despertó se vio sola. Llamó a su madre, a sus amigas y a las otras nubes, que también eran compañeras suyas. Pero nadie le contestó, ni la escuchó y fue entonces cuando comprendió que estaba tremendamente sola. Comenzó a llorar, pero pronto tuvo que dejar de hacerlo porque poco a poco se iba quedando mucho más flaca y pequeña, al derramar tantas lágrimas. Desorientada, se fue moviendo a merced del Viento que aquella mañana no tenía ganas de conversación y la llevaba de un sitio a otro dando bandazos, y sin contemplaciones. Blanca, comenzó a llorar. No sabía qué hacer para regresar de nuevo junto a los suyos. Más de pronto, el Viento, le dio un bandazo con tal fuerza que, ¡la envió lejos… muy lejos! La pobre, esta vez tuvo que viajar solita por esos cielos de Dios. Andaba Blanca, perdida totalmente, cuando vio pasar de nuevo, al señor Viento, con un enfado terrible: - ¿Dónde va, señor Viento, con tanta prisa? – preguntó con timidez la pequeña nube. - Pequeña, me estás cansando con tus impertinencias, dí lo que quieres de una vez porque tengo una prisa loca por hacer mi trabajo. El Viento, que seguía sin tener ganas de complacer a nadie. - ¿Podrás acompañarme a ver si encuentro a mi mamá y a mis hermanas?, estoy perdida y tengo mucho miedo – dijo Blanca casi en un susurro. - Pero, ¿qué dices?, ahora voy a África, allí existen montañas y árboles increíbles, por su belleza y estatura. Tengo mucho trabajo y no puedo dedicarte ni un momento. Lo que puedo hacer, es dejar que seas tú quien me acompañe. Yo, he de ir a lo mío, pequeña señorita. Blanca, antes de quedarse sola, prefirió marcharse con el Viento. Pero era tal la velocidad que llevaba, que la nube tuvo que quedarse atrás porque no podía seguirle. - ¡Espere, señor Viento, espéreme...no puedo seguirle y no me conozco el camino! Me perderé y moriré de sed cuando atravesemos el desierto. Mi mamá, siempre me dijo que el desierto no era lugar para una nube tan pequeña como yo. Espere, por favor... ¡espéreme! - No puedo, me es imposible – rugió el Viento - no puedo perder ni un segundo. Lo siento pequeña, pero no puedo hacer nada por ti. La pobre nube quedó sola, perdida y abandonada de todos. Como pudo, fue desplazándose por el cielo sin más consuelo que el de volver a encontrarse con los suyos. Y así fueron sucediendo los días, uno tras otro. Blanca, iba perdiendo fuerzas y bajando de altitud hasta que al fin se encontró, cerca de unas doradas arenas. Eran las dunas, que acababan de formarse en el desierto, gracias a la fuerza y velocidad del viento. Blanca, al ver una pequeña duna, le preguntó: - Buenos días, ¿como se vive por ahí abajo? - Pues no se vive mal del todo – le contestó Duna – tengo la compañía de mis hermanas, las otras dunas, y de las caravanas que de vez en cuando pasan por estos lugares, pero estamos demasiado ardientes porque los hombres del desierto, el sol y el viento, nos castigan mucho. El viento nos zarandea y nos maltrata, y el sol nos envía sus ardientes rayos. ¡Por aquí no hay quien viva! - Y por ahí arriba, ¿qué tal se vive?, siguió preguntándole Duna - Pues yo, ahora, vivo mal. He perdido a mi familia y no tengo idea de dónde puede estar. ¿No la habrá visto pasar por aquí, verdad? - Por aquí no vinieron, pero verás como todo se arregla. Mi vida es muy corta, porque en cuanto el señor Viento regrese yo desapareceré. Pero no temas que mientras esté a tu lado, te protegeré y no dejaré que te ocurra nada malo. La nube, empezó a sentir afecto por la tranquilidad que le supo transmitir su amiga, y comenzó a encariñarse con ella, puesto que tenía necesidad de sentirse querida. La nubecilla, en un momento de gratitud, le preguntó a Duna: - Dime amiga, ¿qué podría yo hacer por ti? - No lo se, contestó Duna, yo creo que son suficientes tus buenos deseos. En cierta ocasión oí decir a una vieja amiga, que nuestras tierras son ricas y fértiles. Después de la lluvia, quedamos preciosas, cubiertas de hierbas, flores árboles y plantas. Pero eso nunca lo sabré porque aquí en el desierto, nunca llueve. - Oye, si quieres, puedo intentar cubrirte de lluvia. Ya sé que puedo hacer poco porque soy pequeña, pero a lo mejor mi lluvia te refrescaría y daría vida a cuanto encierras en tu arena. ¿Probamos? Te aseguro que si mi lluvia puede alargar la vida de una amiga, será para mí como una gran recompensa por tus favores. Duna, quedó pensativa. No le gustaba morir, cuando llegase el Viento, pero si le decía a su amiga que se deshiciera en lluvia, la pequeña nube terminaría muriendo, y tampoco eso podía consentirlo. A punto estaba de decirle a Blanca que no quería su lluvia, cuando se oyó a lo lejos, un ruido ensordecedor. Prestaron atención y vieron llegar un tropel de nubes, grandes, gordas y cargadas de millones de gotitas de agua que, alocadas, habían organizado una tremenda zapatiesta al darse cuenta de que Blanca, había desaparecido. Tenían noticias de que el señor Viento, regresaría pronto del desierto y suponiendo que Blanca se encontrara entre las dunas, dejaría a la pobre nube, más muerta que viva. Pronto la nubecilla empezó a agitarse bajando y subiendo por el cielo llamando la atención de su mamá y de aquel tropel de nubes. La señora Cúmulo, fue la primera en darse cuenta y sin pensarlo dos veces salieron volando al encuentro de la nube perdida. Cuando llegaron, Blanca, les contó lo bien que se había portado Duna con ella, dándole consuelo, amparo y cariño. Las nubes, agradecidas, hicieron por Duna lo que tanto había deseado siempre. Empezaron a llover sobre ella, pequeñas gotitas de agua. Después, fueron aumentando en intensidad y tamaño hasta conseguir que se empapara del agua que necesitaba para calmar su ardiente sed, hasta el punto de que, el señor Arco Iris, que no solía frecuentar aquellos lugares, hizo su aparición como señal de paz y amistad. Al día siguiente, la pequeña Duna, estaba cubierta de flores. Y otras nubes que pasaban hacia África, pensaron que allí se encontraba la parte de bosque que andaban buscando. Pasó algún tiempo y aquella Duna reseca, se había transformado en un bellísimo oasis que refrescaba con la sombra de sus árboles a cuantos viajeros pasaban, en interminables caravanas de mercaderes. Y todo porque un día Blanca, se perdió, y en medio de su desolación encontró a quién supo ayudarle, dándole lo mejor que tenía: cobijo, amistad, comprensión y cariño. Y como todos los cuentos terminan, también este terminó diciendo aquello de... “Y colorín, colorado, ¡el cuento se ha terminado!”... Herminia

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