En el rincón más escondido del
bosque y resguardado de los vientos de otoño, se encontraba perdido y envuelto
en una hoja de morera un pequeñísimo huevo de mariposa, tan pequeño como una
cabeza de alfiler. Sus hermanos ya habían sufrido su correspondiente metamorfosis
en tiempo y forma, pero él, nunca supimos si por pereza o abandono, quedó pegado
a esa hojita y todos olvidaron su existencia.
Pero quiso la Madre Naturaleza que
todo cuanto tuviera vida se manifestara creciendo y desarrollándose hasta
lograr el fin para lo que fue creado. Y ¡así ocurrió con el pequeño huevo de
mariposa!
Una cálida mañana de otoño, muy
parecida a las que estamos disfrutando ahora, el huevillo de mariposa tuvo un
apetito desmesurado para su tamaño y pensó: ¡Pronto encontraré algo para comer!
Así comenzó por comerse la hoja en la que se encontraba envuelto. Al caer la
tarde ya había dado buena cuenta de ello, y como la noche estaba cayendo, pensó
quedarse dormido y esperar a que el sol saliera y le calentara al día siguiente.
Un pajarillo de los que siempre
se quedan a vivir en el bosque, al ver que la pequeña larva se movía sin parar, se
acercó con ganas de picotearla, pero la larva, haciendo acopio de toda su valentía, le dijo: ¡Por piedad! no me
comas, amigo, yo también tengo mucho apetito y ni por un momento he pensado
comerte.
El pájaro y la larva de mariposa
se cayeron bien y mantuvieron una conversación muy interesante. El pájaro le
contaba cómo era aquel bosque y las flores que había a pesar de haber
comenzado el otoño. Supuso el pájaro que la pequeña larva no viviría si
alguien no se ocupaba de ella, y al conocer que lo que comía eran sólamente
hojas de morera, se pasó buena parte de la mañana investigando dónde podría encontrar
una, hasta que al fin divisó un árbol frondoso, y en su pico fue llevando cuantas
hojas pudo de morera, no tanto para que las comiera, sino para que su amiga las
devorara.
Cada día la larva de mariposa
crecía y crecía hasta que se transformó en un gusano de tamaño considerable, y
por la noche, recordando las conversaciones con el pajarillo, soñaba con
encontrar una hermosa rosa de color blanco. El gusano le pidió al pajarito
que lo llevara en su pico hasta el pie de un rosal que tuviera rosas blancas y
lo dejara allí. El pájaro buscó y buscó aquel rosal, pero no encontró ninguno en
el bosque, así que tuvo que volar muy lejos, y contento de haberlo hallado, se
sintió feliz.
Hasta allí llevó el pajarito a su
amigo que a estas alturas se había transformado en un gusano tan gordo que
tuvo que cambiar varias veces de piel porque “su traje” se le quedaba
demasiado estrecho para llevarlo de forma permanente. El gusano, incansable,
trepaba y trepaba por el tallo de la rosa, mas, cuando creía estar cerca de
ella, se escurría y de nuevo caía al suelo. Cada día se hacía más gordo y
pesado y tenía que hacer grandes esfuerzos para conseguir trepar por aquel
tallo sin resultado aparente. Cada noche soñaba el gusano con llegar hasta la
rosa, y una vez allí captaba el aroma. Con su trompa chupaba el sabroso néctar
y se bañaba en las gotas de rocío que le ofrecía la rosa cada mañana. Después,
ocupaba todo el tiempo mariposeando de flor en flor, recorriendo sin prisa tan
bello lugar. Pero al despertar veía con desilusión que todo había sido un
sueño que jamás sería realidad.
El pajarillo, como buen amigo, no
le fallaba, y siempre le llevaba su alimento, aunque a decir verdad, cada vez
necesitaba que fuera más abundante. Una mañana, el pájaro de nuestro cuento, al
llegar al lugar donde la tarde anterior dejó a su amigo, observó que no estaba
allí, y en su lugar había una crisálida cerrada, muy dura y de color blanco.
Intentó preguntarle si le había visto, pero la crisálida no respondió.
El pobre pájaro no sabía dónde
podía estar su amigo, el gusano. Sin embargo, cada mañana acudía al lugar por
ver si había noticias de él, ¡pero nada!...nadie sabía nada. Ni siquiera la
morera que le había regalado sus hojas como alimento sabía darle razón alguna.
El otoño avanzaba y el frío se
hacía notar con fuerza. Entonces el pajarito, cansado de esperar, decidió preparar
y acondicionar su nido para soportar el frío, la nieve y las lluvias del
invierno que se acercaba a pasos agigantados.
Mas, una tibia mañana de las pocas
que le quedaban al otoño, la crisálida se abrió y dio suelta a lo que había
atesorado durante tantos días y, ¡oh, sorpresa! De ella salió una preciosa
mariposa que, desplegando sus alas, comenzó a volar para conocer cuanto había a
su alrededor. Al momento recordó que había soñado con el rosal de las rosas
blancas y... ¡no podía creerlo! Allí estaba la rosa más bonita que jamás soñó, y
voló y revoloteó alrededor de ella hasta que la rozó con sus alas una y mil
veces besándola. Ya no se acordaba de comer, ni de dormir, ni de nada que no
fuera embelesarse con la rosa de sus sueños. La rosa sonreía, porque no era
fácil encontrar una mariposa tan bonita en el otoño, tan avanzado.
La mariposa pasó todo el tiempo
de su corta vida sintiéndose libre y feliz por haber logrado hacer realidad el
único sueño que había tenido por siempre jamás.
Al atardecer del día siguiente,
la mariposa cayó extenuada y sin fuerzas dentro de la corola de su rosa
preferida. Todos sabemos lo corta que es la vida de las mariposas, y a la de
nuestro cuento le pasó lo propio. Una pareja de gorriones pasaron rozando las
ramas de la morera que apenas le quedaban ya hojas en su vestido verde. Volaron
por el jardín en donde había sólamente una rosa de color blanco. Mas ellos no
vieron que en el cáliz de la rosa blanca y abrigada por sus pétalos yacía
inerte el cuerpecillo de una mariposa que intentó vivir su sueño, hasta
lograrlo.
Y es
que ...nada es inalcanzable si existe voluntad de hierro para conseguir nuestros
sueños. Tal como le ocurrió a la mariposa de nuestro cuento.