sábado, 12 de abril de 2014

El Abuelo y los Vencejos

Cada año, a finales de Abril, ocurren cosas que suceden cuando el cielo se baña en un color azul purísimo aunque la atmósfera ande revuelta y en pelea con nubes, sol, viento y lluvia que se dan codazos para seguir imponiéndose y así, alargar su reinado aunque sólo sea por unas horas, por un día e incluso por alguna semana más. Hay que estar alerta y observar cuanto ocurre en los cambios de estación: Ver el regreso de las aves que partieron al finalizar el verano. Ver los días que se alargan. El calorcillo que llega y con él, recordar aquella cancioncilla de nuestra infancia: “La primavera ha venido // Nadie sabe como ha sido // La primavera llegó // Y el mundo ya despertó”. Ahora contaré algo que ocurrió en una lejana primavera: Como cada año y al llegar este tiempo, el abuelo se sentó debajo de la parra. Sus abundantes hojas verdes, comenzaban a dar buena sombra y al igual que en años anteriores, el abuelo ocupaba el mismo sillón y leía en el mismo sitio, las mismas cosas de siempre. Casi sin darse cuenta, comentó en voz alta como para sí mismo: - Este año… ¡han venido más vencejos que nunca, mira como chillan y se agrupan todos en un mismo vuelo! El nieto se entretenía jugando junto al abuelo, y dejando por un momento su ocupación le preguntó: - ¿Qué son los vencejos, abuelo? El abuelo, se quitó las gafas, cerró el periódico y mirando fijamente a su nieto, le dijo: - De forma que… ¿tú no sabes quienes son los vencejos? Y el nieto sorprendido le contestó: - ¡Pues, no! - Mira chico, de estos pájaros sé desde que era un niño, casi con la misma edad que tú. Cuando apuntaba la primavera y los días eran generosos en luz y calor, siempre aparecían los vencejos, surcando el cielo luminoso. Los chicos de la escuela siempre íbamos detrás de ellos, por si en un descuido, podíamos coger alguno. Ya sabes, nos divertían sus chillidos estridentes y ese vuelo rápido y veloz que les acompaña. A veces, como tienen las patas muy torpes y las alas muy largas, si tocaban la tierra ya no podían remontar el vuelo y entonces era el momento propicio para cogerlos. Debíamos estar alerta a sus picotazos y a las garrapatas que siempre llevan aprisionadas en cualquier parte de su cuerpo. El nieto, perdió el interés por cuanto le contaba el abuelo y como en tantas ocasiones, siguió jugando. El abuelo, sin dejar de observar a su nieto, reclinó la cabeza en su butaca, cerró los ojos y recordó las cosas de cuando él era niño: Le vino a la memoria, el momento en el cual, su madre, preparaba la merienda a toda “la prole”: sopa en vino con azúcar, que daba fuerza a la sangre y era gustosa al paladar, o aquel “cantero” de pan, con aceite recio del molino, espolvoreado con sal o azúcar, también al gusto. Para los domingos pan con chocolate de Villajoyosa, con o sin almendras, dependiendo del surtido del tendero o de la economía familiar del momento. Sonrió, cuando iba rememorando las escenas de los chicos jugando en la plaza del pueblo “a los aviones”. Ellos, extendiendo los brazos de forma rígida, chillando y corriendo a toda velocidad, imitaban a los vencejos. De paso recordó cuando las paredes encaladas de las casas, y las ropas blancas tendidas al sol, aparecían manchadas por aquellos pájaros, mientras su madre enfadada decía: - ¡Qué asco de vencejos y que guarros son!... Sin embargo al abuelo, le gustaban los vencejos. Le presagiaban que la primavera había llegado y que el verano con sus días largos y calurosos, ya estaba cerca. Durante ese tiempo y por las mañanas, desde el patio de su casa, se olía a mies recién cortada y en los atardeceres, la sombra de la parra daba frescor mientras corría una leve brisa que todos anhelaban y agradecían. El abuelo, abrió los ojos y miró la parra. La parra que había deseado poner en el patio desde hacía muchos años y que hasta hacía poco, no le había llegado la hora. Las uvas, por primavera “ciernen”, y el abuelo volvió a comentar en voz alta: - Dentro de un par de años, con las uvas moscateles de esta parra, pienso hacer una buena tinajilla de vino “para el gasto”. - ¿Y tú sabes hacer vino, abuelo? – preguntó el nieto extrañado. - ¡Ya lo creo! – contestó satisfecho. Mi padre siempre lo hacía en casa y cuando llegaba la Navidad, mi madre siempre preparaba los dulces y mi padre el vinillo. De esa forma, compartíamos con los vecinos aquello que teníamos de extraordinario y, celebrábamos esas fiestas entrañables... ¡tan ricamente! Una pareja de vencejos, entre dos luces, pasaron rozando, las paredes del patio. - Mira abuelo, ¡casi se la pegan!, comentó el niño. - No lo creas – dijo de forma contundente -. A estas horas, los vencejos, buscan acomodo para poder dormir durante la noche. Ellos casi siempre hacen sus nidos en los huecos o en las grietas de los viejos muros donde a veces, y con el fin de adueñarse de ellos, expulsan a los indefensos gorriones, los cuales, volverán a recuperar sus nidos una vez que los vencejos se hayan marchado. - Tú sabes mucho de vencejos, ¿verdad abuelo? – volvió a preguntar el niño, quien dejando de jugar agachado en el suelo, apoyaba para entonces los codos, en las rodillas del abuelo. - Sí, hijo mío, te dije antes que estos pájaros me recordaban mi niñez. Entonces yo me sentía feliz, muy feliz. Me gustaba jugar y divertirme como lo hacéis los chicos a esos años y además siempre me sentía amparado y protegido por el cariño de mis padres. - ¿Y ahora eres feliz, abuelo? – preguntó inquisitorio el muchacho. - Sí que lo soy, pero siento como mi vida se va apagando poco a poco, y algún día cuando regresen los vencejos, ya no estaré aquí para verlos. Espero sin embargo, que recuerdes todo lo que hemos hablado en esta tarde. Esa será la única manera de estar presente cuando yo no esté y ellos vuelvan. - Mira abuelo – dijo el niño levantando mucho la voz – esos vencejos que vuelan tan alto, no tienen las alas negras, sino de color naranja. El abuelo sonriendo contestó: - Claro, hijo mío, eso es porque el sol ya está muy bajo, está declinando y muy pronto se ocultará. También a mí edad, me ocurre algo parecido como al sol de la tarde. Los vencejos suben tan alto porque están buscando insectos, su comida preferida, y la encuentran allá donde el aire es más cálido. Entonces, es cuando el sol aprovecha para iluminar sus alas y por eso parece que sean doradas ¿Lo entiendes ahora, pequeño? - Abuelo – dijo el chico con entusiasmo - ¿sabes que me gusta mucho todo lo que me has contado sobre estos pájaros que tanto te gustan? Ahora, se lo contaré a mis amigos, pero cuando sea mayor, te prometo que se lo contaré a mis hijos, a mis nietos y ¡a todos!, porque es muy bonito. El pequeño, se puso en pie y abrazó al abuelo, depositando un sonoro beso en su mejilla a la vez que le preguntaba: - Oye, abuelo, ¿quedará para entonces vino moscatel en la tinajilla para que yo también pueda compartirlo con mis vecinos? Y el abuelo, con una sonrisa de complacencia le dijo: - Vino no lo se, pero si cuidas esta parra, seguro que te seguirá dando abundantes uvas moscateles, cada vez que llegue el otoño. Con ellas podrás hacer un excelente vino dulce para toda la familia y, también para tus amigos. Se hizo de noche. Los vencejos, dejaron sus altas rondas bajo las nubes blancas. Y de igual manera, seguían piando de forma estridente hasta encontrar la oquedad o la grieta apropiada en los viejos muros y tejados. Las crías, emitían un rápido gorjeo, en el nido de dormida y acomodo. Oquedades, que servirían a los vencejos para encontrar el amor y el sueño en la primavera recién estrenada. Al año siguiente, le sucedió otra nueva primavera.... La parra, estallaba de verdor, sombra y frescura en el patio del abuelo. El sillón seguía estando bajo la parra, y el nieto jugaba de la misma forma y en el mismo sitio que lo había hecho en la primavera anterior. Mas, el abuelo, había marchado y ya no estaba. El niño, seguía jugando ajeno a lo que le rodeaba. Para él, el tiempo, no contaba lo mismo que para los mayores. Él, solo tenía conciencia de lo que estaba haciendo en ese momento, como si fuera una continuación de lo que había sucedido un año atrás. Por eso, el niño, levantando la mirada al cielo, siguió el rápido vuelo de los vencejos recién llegados y con la ingenuidad propia de los niños comentó en voz alta: - Abuelo, ¿te das cuenta?, este año han venido más vencejos que nunca. Se lo contaré a mis amigos y además, también le contaré todo cuanto tú, me has contado sobre los vencejos porque, estoy seguro de que ellos… ¡sí que no saben nada!, y es porque ellos no tienen un abuelo que sepa tantas cosas de vencejos como tú. Y, el abuelo, desde su paseo por el cielo sonrió. Herminia Esteso Carnicero

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